lunes, 1 de junio de 2020

CUENTOS POR TELÉFONO - GIANNI RODARI
El edificio que había que romper
Hace tiempo, la gente de Busto Arsizio estaba preocupada porque los niños lo rompían todo.No hablamos de las suelas de los zapatos, de los pantalones y de las carteras
escolares, no: rompían los cristales jugando a pelota, rompían los platos en la mesa y los
vasos en el bar, y si no rompían las paredes era únicamente porque no disponían de
martillos.
Los padres ya no sabían qué hacer ni qué decirles, y se dirigieron al alcalde.
– ¿Les ponemos una multa? – propuso el alcalde.
– Muchas gracias – exclamaron los padres -, pero así, los que ten
dríamos que pagar los
platos rotos seríamos nosotros.
Afortunadamente, por aquellas partes hay muchos peritos. De cada tres personas una es
perito, y todos peritan muy bien. Pero el mejor de todos era el perito Cangrejón, un
anciano que tenía muchos nietos y por lo tanto tenía una gran experiencia en estos asuntos.
Tomó lápiz y papel e hizo el cálculo de los daños que los niños de Busto Arsizio habían
causado rompiendo tantas y tan bonitas cosas. El resultado fue espan
toso: milenta tamanta
catorce y treinta y tres.
– Con la mitad de esta cantidad – demostró el perito Cangrejón – podemos construir un
edificio y obligarles a los niños a que lo hagan pedazos; si no se curan con este sistema, no
se curarán nunca.
La propuesta fue aceptada y el edificio fue construido en un cuatro y cuatro ocho y dos
diez. Tenía siete pisos de altura y noventa y nueve habitaciones; cada habitación estaba
llena de muebles y cada mueble atiborrado de objetos y adornos, eso sin contar los espejos
y los grifos. El día de la inauguración se le entregó un martillo a cada niño y, a una señal
del alcalde, fueron abiertas las puertas del edificio que había que romper.
Lástima que la televisión no llegara a tiempo para retransmitir el espectáculo. Los que lo
vieron con sus ojos y lo oyeron con sus oídos aseguran que parecía – Dios nos libre – el
inicio de la tercera guerra mundial. Los niños iban de habitación en habitación como el
ejército de Atila y destrozaban a martillazos todo lo que encontraban a su paso. Los golpes
se oían en toda Lombardía y en media Suiza. Niños tan altos como la cola de un gato se
habían agarrado a armarios tan grandes como guardacostas y los demolieron
escrupulosamente hasta que sólo quedó un montoncito de virutas. Los bebés de los
parvularios, tan lindos y graciosos con sus delantalitos rosa y celeste, pisoteaban
diligentemente los juegos de café reduciéndolos a un finísimo polvo, con el que se
empolvaban la nariz. Al final del primer día no quedó ni un vaso entero. Al final del
segundo día escaseaban las sillas. El tercer día los niños se dedicaron a las paredes,
empezando por el último piso; pero cuando llegaron al cuarto, agotados y cubiertos de
polvo como los soldados de Napoleón en el desierto, se fueron con la música a otra parte,
regresando a casa tambaleantes, y se acostaron sin cenar.
Se habían ya desahogado por completo y no encontraban ya ningún placer en romper
nada; de repente, se habían vuelto tan delicados y ligeros como las mariposas, y aunque
hubiesen jugado al fútbol en un campo de vasos de cristal no hubiesen roto ni uno solo.

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